El presidente Santos y sus áulicos vienen repitiendo con insistencia que el uribismo no hace más que mentir sobre el proceso de paz para infundir miedo en los colombianos. Y, a renglón seguido, niega que las Fuerzas Armadas se vayan a adelgazar, que se les pretenda entregar curules amarradas a los guerrilleros o que las zonas de reserva campesina vayan a funcionar como republiquetas.
Sin embargo, más se demora Santos en negar esas y otras concesiones que en admitir de forma tácita que todo ello es cierto. Y si no es él quien lo hace, son otros personajes los que se encargan de ir inoculando de a poco, con anestesia, la verdad sobre los alcances de esa negociación. Uno de ellos es, por supuesto, el fiscal general Eduardo Montealegre, quien ha insistido hasta el cansancio en que los terroristas de las Farc no deben pagar un día de cárcel, así tres de cada cuatro colombianos se opongan a tanta impunidad.
Pero ahora el Fiscal General ha ido mucho más allá y ha tenido el atrevimiento de plantear que la pena para los jefes de las Farc podría ser algún tipo de trabajo social, cosa que suena repugnante viniendo del jefe del ente encargado de investigar y acusar. ¿No es esta una propuesta aberrante que debería tener el más sólido rechazo de los colombianos? ¿No debería ser motivo suficiente para exigir que esta tramoya se acabe de una buena vez como ha ocurrido con todos los intentos anteriores? ¿No es una prueba clara de que a las Farc se les quiere otorgar en la mesa el triunfo que no lograron por las armas? ¿No es un hecho que pone de presente el peligro que representa una reelección que solo está fundamentada en el chantaje que encarna la esperanza de la paz?
Los líderes de las Farc están entre los peores delincuentes del último medio siglo en todo el mundo. Son tan criminales como Bin Laden, Pablo Escobar o Slobodan Milosevic. Y si llegaran al poder alcanzarían la estatura criminal de Mao, Stalin, Hitler o Pol Pot. Hoy a nadie se le ocurriría, en ningún lugar del mundo, llegar a acuerdos que ofrezcan tan amplias concesiones a semejantes genocidas. Solo en Colombia seguimos creyendo que la autodestrucción es la solución acorde a nuestros problemas como si en realidad estuviéramos convencidos de que todos tenemos la culpa del alzamiento de unas guerrillas que se autoproclaman de manera cínica como las verdaderas víctimas.
No en vano las Farc pretenden simular que le meten un palo a la rueda de las negociaciones con la exigencia de una comisión de la verdad mediante la que pretenden ser eximidos de sus millones de fechorías y salir incólumes al otro lado, donde posarán de ser mansas palomas y dueñas de la moral. Esa exigencia constituye una jugada de alto turmequé que les permitirá presionar al Gobierno para obtener más indulgencias, con el agravante de que una institución de esa naturaleza no puede desarrollar un trabajo serio en los menos de dos meses que restan de contienda electoral por la Presidencia (incluyendo la segunda vuelta), por lo que es evidente que esto va para largo. ¿Qué pretenden las Farc con esta clase de peticiones cuando su candidato-presidente deja pelos en los alambrados de todas las encuestas?
Reiteremos que no es el uribismo el que está mintiendo; aquí todos sabemos quién es el rey de los mentirosos. Ese mismo que dice que las Fuerzas Armadas no se van a adelgazar es el mismo que lleva más de un año vendiendo la ilusión de todas las maravillas que podrán hacerse dizque cuando no haya necesidad de malgastar tantos recursos en la guerra. A buen entendedor, pocas palabras. Basta volver a las palabras de ese mismo que nos llama “neofascistas” —emulando a Maduro— y “neonazis” a quienes discrepamos de este acto de alta traición a la Patria que algunos llaman ‘paz’: “cada punto (que se está negociando), puede ser muy mal interpretado (…) genera un rechazo, pero si uno pinta el paquete completo (…) estoy absolutamente seguro de que lo van a comprar”. Más claro no canta un gallo. No hay que ser muy suspicaces para imaginarse las monstruosidades que se están consintiendo allá.