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Andanzas de un juez prepago

Se ha popularizado el uso del término prepago para calificar a aquellas personas que ofrecen en venta servicios personales al mejor postor. Como cierto juez, o mejor, ex juez, no colombiano como podría pensarse, que presta impúdicamente sus servicios al gobierno de Santos para sustentar la necesidad de otorgar impunidad a los terroristas de las Farc.

 

Hablamos de Baltasar Garzón, ex juez de la Audiencia Nacional de España. Una extensa entrevista suya sobre el proceso de paz en Colombia fue publicada el domingo pasado en el diario El Tiempo con este pretencioso título: 'No veo a la Corte Penal interviniendo en Colombia': Baltasar Garzón. Resumen preciso de las intenciones expresadas en el reportaje por el ex magistrado: bloquear la aplicación de la justicia internacional en nuestro país para salvaguardar los acuerdos que se pacten con las Farc, que les deben otorgar amplia impunidad.

 

Lo que poco saben los colombianos es que la presencia de Garzón en Colombia y sus opiniones sobre estos temas no son desinteresadas. Por el contrario, obedecen a jugosas prebendas y contratos que el actual gobierno le ha otorgado, para que se sume a la batería de lobistas, propagandistas y juristas -como Tony Blair, Bill Clinton, Shlomo Ben Ami y otras personalidades de talla internacional- que tienen como encargo ambientar y abrirle camino al incumplimiento de las obligaciones del país derivadas del Tratado de Roma.

 

Pero el caso de Garzón es particularmente interesante, no solo por ejemplificar a la perfección el caso de un prestigioso profesional prepago, sino además porque desnuda la naturaleza de traficante del actual gobierno, que todo lo aspira a comprar con mermelada.

 

Sobra decir que Garzón es una estrella rutilante de la izquierda mundial, que lo adora y venera, desde el día que decidió desde España pedir al Reino Unido que encarcelara y extraditara a España al ex dictador chileno Augusto Pinochet –logrando lo primero pero no lo segundo-, inaugurando lo que se ha conocido como el principio de “jurisdicción universal”, que no reconoce fronteras cuando de la defensa de los derechos humanos y la persecución a delitos de lesa humanidad se trata. Principio que Garzón aplica de una manera muy singular, como veremos, dirigiéndolo contra los violadores de derechos humanos de signo ideológico contrario al suyo, pero exceptuando a quienes tienen ideas afines, de izquierda.

 

La misma izquierda que se tapa los ojos ante la trayectoria del ex juez con posterioridad a 1998, año del encarcelamiento en Inglaterra de Pinochet por petición suya. Es tan abultado su prontuario desde entonces que apenas nos atrevemos a bosquejar algunos de los acontecimientos más relevantes.

 

Empecemos por el principal caso, que condujo al Tribunal Supremo de su país a condenarlo y retirarlo no solo de su dignidad de juez sino de la carrera judicial por 11 años a partir de febrero de 2011. Se trata de los delitos de prevaricación y de interceptación ilegal de comunicaciones, pues Garzón ordenó escuchar las conversaciones de los detenidos por el conocido “caso Gürtel”, con sus abogados. "Yo lo dije, es un chuzador, que chuzaba nada más y nada menos que a abogados. Eso ya no es una hipótesis, lo dice el Estado español", declaró en ese entonces el Procurador de Colombia Alejandro Ordóñez. Y como se rumoraba de relaciones y contratos con el gobierno colombiano del juez recién sancionado, Ordóñez, quien lo calificó de “delincuente”, expresó que ninguna autoridad colombiana podía aceptarlo "ni como asesor ni como interlocutor válido".

 

Pero no fue el único problema de Garzón en la madre patria. Afrontó dos procesos más, que hablan bien de su conducta y comportamiento. Uno, de mucho interés, por la relación con su inclinación política. Ocurre que el ex juez, ensoberbecido luego del pantallazo con el caso Pinochet, decidió tratar de remover el asunto de los crímenes cometidos en la guerra civil española y la época de la dictadura, pero exclusivamente los del franquismo, de ninguna manera los de la contraparte.

 

Fue encausado por el Tribunal Supremo de nuevo por prevaricato, en virtud de que atribuyó a personas fallecidas (que no son juzgables) delitos que ya habían prescrito, a sabiendas además de que tales delitos habían sido amnistiados en 1977 y que por ende la Audiencia Nacional no tenía competencia para encararlos. El fallo del Tribunal fue sin embargo contradictorio: reconoció que Garzón transgredió la normatividad vigente y adelantó gestiones que no le estaban permitidas, y que lo hizo adrede, pero decidió declararlo no culpable de prevaricación.

 

Un tercer proceso de calado se surtió ante el mismo Tribunal Supremo, que es la máxima autoridad de la rama judicial ibérica, revelador del alma mercantil del ex juez. Se trata de que, muy al estilo de nuestras altas cortes, Garzón recibió jugosos estipendios y aportes de reconocidas empresas peninsulares –como el BBVA, BSCH, Cepsa, Endesa, Telefónica-, tanto para entidades con las que tenía relación, como para actividades académicas suyas en Estados Unidos en 2005 y 2006, pero casualmente, luego de reincorporarse a la Audiencia Nacional –máximo tribunal de justicia español- favoreció a reconocidos empresarios de algunas de esas compañías. Por ejemplo a Emilio Botín, presidente del BSCH, que le había aportado a Garzón la bicoca de 302.000 dólares (unos 260.000 euros): contra él fue presentada una querella en la Audiencia Nacional, inadmitida por el entonces juez, sin declararse impedido. Facilitó, con otras diligencias en la Audiencia Nacional, que Francisco González ascendiera a presidente del BBVA, a la vez que le solicitó su generosa ayuda para sus anotadas actividades académicas. Estos procesos fueron finalmente archivados por haber prescrito, pues la querella fue presentada luego de tres años de ocurridos los hechos.

 

Cuando Garzón fue expulsado de la rama judicial en España y quedó sin empleo, recibió poderosos apoyos, que hablan más de sus inclinaciones ideológicas y relaciones políticas que de sus méritos profesionales. Un primer puesto de asesor, de apenas unos meses, se lo otorgó su amigo Luis Moreno Ocampo, por entonces presidente de la CPI. Pero levantó tales ampollas aquella designación que no hubo manera de prorrogarla. Pero no había de provenir del Viejo Continente la solución a sus afugias; paradójicamente fue del Nuevo Mundo de donde le llovieron ofertas al defenestrado magistrado.

 

Empezando por la señora Cristina Fernández de Kirchner, presidenta de Argentina, quien le otorgó la calidad de residente en un santiamén, en noviembre del 2012, y le abrió las puertas para todo tipo de vinculaciones. Pronto Garzón tuvo más puestos que un bus, como se dice: “asesor de la Cámara de Diputados de la Nación; miembro y presidente del Centro Internacional para la Promoción de los Derechos Humanos; asesor del Poder Ejecutivo Nacional, con rango de subsecretario de Estado, con la percepción de un sueldo bruto que rondaría los 72 mil pesos, para presuntamente promover, pese a sus más que cuestionables antecedentes, la 'jurisdicción universal' respecto de los delitos de lesa humanidad y otros asuntos vinculados con los derechos humanos”, según lo relata La Nación, prestigioso periódico de Buenos Aires.

 

Un encendido debate provocó la presentación en el Congreso argentino de un proyecto de ley, que los medios aseguraron que tuvo la inspiración de Garzón, proponiendo una “comisión bicameral” para investigar y juzgar las supuestas relaciones de civiles y empresarios con el régimen militar de hace algunas décadas, que fue considerado inconstitucional pues ningún ciudadano puede ser juzgado por “comisiones especiales” como la propuesta, donde se impondrían intereses políticos revanchistas, carentes de imparcialidad. Afloró de nuevo en Argentina su inclinación a revivir procesos viejos de violaciones a derechos humanos por dictaduras, pero exclusivamente las de corte derechista. Como en el caso de Pinochet en Chile o las desapariciones durante la de Franco en España.

 

Aunque Evo Morales, presidente de Bolivia, le ofreció liderar el proceso de reforma judicial de su país, la invitación no llegó a concretarse, para bien de los bolivianos, pensamos nosotros. El que sí logró contratar su asesoría, muy bien remunerada, fue el presidente de Ecuador, designándolo coordinador de una tal Veeduría Internacional a la Reforma de la Justicia, que produjo un informe sobre la misma a fines de 2012, sin mayor trascendencia.

 

Pero el plato fuerte estaba reservado a Colombia. Cuando Garzón fue suspendido de su cargo, meses antes de ser condenado, Juan Manuel Santos corrió presuroso a socorrerlo. Gestionó ante la OEA, que tenía destacada en Colombia una Misión de Apoyo al Proceso de Paz con los paramilitares, que venía operando desde el gobierno de Uribe, un puesto de asesor con jugosos estipendios y oficina en Medellín.

 

Cuando se produjo la condena a Garzón, las críticas al gobierno de Santos no se hicieron esperar. Como ya lo reseñamos, el Procurador efectuó cortantes advertencias. Apoyar al ex juez por parte de las autoridades podría incluso constituir “al menos, una apología del delito”, aseguró.

 

Germán Vargas Lleras, por entonces ministro del interior, se apresuró a negar que el gobierno colombiano tuviera ningún contrato con el juez sancionado. Ocultó, sin embargo, que la asesoría en la OEA había sido gestionada directamente por el gobierno, y que la misma semana de febrero de 2011 en la que fue definitivamente condenado y destituido Garzón se había reunido en Bogotá con Santos, para asegurar que continuaría en ella.

 

Como las dudas arreciaban, pues era inexplicable que un recién sentenciado por graves delitos tuviera tal encargo de nuestro gobierno, Santos no dudó en responder, ratificando a Garzón y agradeciéndole sus aportes: "Baltasar Garzón seguirá ayudando en los temas asignados hasta que se acabe el contrato con la OEA. Le reiteramos agradecimiento y confianza", escribió en Twitter. Y de inmediato expidió un comunicado de la Casa de Nariño en el que anunciaba condolido: “Una vez finalizado el trabajo, en el marco de la cooperación de la MAPP-OEA, el Gobierno estudiará, conjuntamente con Baltasar Garzón, otros frentes de trabajo en los que pueda seguir contando con su valiosa colaboración.”

 

Otros “frentes de trabajo”. Y de qué calibre. El de más realce, tanto por la temática abordada como los honorarios convenidos, fue el que firmó con la Fiscalía del señor Montealegre, atendiendo la recomendación del presidente Santos. Su tarea ha sido asesorar al ente en el diseño de una nueva Unidad de Análisis y Contexto, con el cometido de brindar “apoyo técnico al fiscal general para la investigación penal de la macrocriminalidad en contextos de justicia transicional”. Curiosamente el contrato se firmó en octubre de 2012, unos días antes de que se divulgara el acuerdo entre el gobierno y las Farc para adelantar negociaciones de paz, y un mes antes de que Garzón recibiera permiso de trabajo en el país. Ya veremos algunos de los criterios orientadores sobre la materia del contrato, lanzados por el ex juez Garzón. Y la remuneración no ha sido despreciable: unos 725 millones de pesos, equivalentes a 290.000 euros de la época del contrato.

 

Ahora que se ha destapado el escándalo de los contratos para respaldar el proceso de paz adelantados por Santos, como el que celebró con Antanas Mockus para la fracasada marcha del 8 de marzo, debemos recordar que el primer gran envión en este particular correspondió a Montealegre, quien entre 2012 y 2014 dilapidó la estrambótica suma de un poco más de 2 millones de dólares (más de 3.600 millones de pesos) en 18 contratos, todos de asesoría sobre la materia. Se incluyen allí el que acabamos de mencionar de Baltasar Garzón, al igual que otros como uno con Alejandro Aponte (quien ha trabajado en el Centro Toledo para la Paz, del mismo Shlomo Ben Ami ya mencionado) por $816 millones, otro con Natalia Springer (analista radial, académica y columnista de El Tiempo) por $895 millones, uno más con Pedro Medellín (columnista de El Tiempo y asesor de la revista Semana) por $240 millones, y otro con Ángel Becassino (publicista) por $150 millones…

 

El segundo personaje que atendió el llamado de Santos fue el alcalde de Bogotá, Gustavo Petro. Dios los cría, y ellos se juntan. Le otorgó a Garzón, en compañía de Pedro Medellín (otro de los favorecidos por la Fiscalía con sus contratos), la dirección de un programa en el Canal Capital, "Hablemos de paz y de derechos humanos", que constaba de una serie de entrevistas sobre esos temas. El contrato generó polémica y debates en el Concejo distrital, por haberse firmado también antes de que Garzón tuviera permiso de trabajo en el país, y por un supuesto detrimento patrimonial para la ciudad, según lo denunció la Contraloría de Bogotá, por más de $80 millones, por incumplimiento de parte del contrato por el señor Garzón.

 

Después de este pormenorizado repaso de las andanzas del ex juez, rematemos con los criterios que esbozó en su entrevista con El Tiempo el pasado domingo. Tres son, a nuestro entender, los puntos cruciales de sus argumentos.

 

Primero: imponer “penas privativas de la libertad” no es el cometido del proceso de paz, ni el propósito de la Corte Penal Internacional.

 

Garzón parte de unos presupuestos para ello, que expone así: “El futuro de la paz de Colombia no depende exclusivamente del establecimiento de penas privativas de la libertad. Tampoco existe un estándar internacional que limite la efectividad de la pena a la pena privativa de libertad tradicional.” La vinculación del país a la CPI ha sido voluntaria y por tanto, parece indicar Garzón, las obligaciones contraídas no son perentorias, de suerte que “no limita la capacidad de crear medidas especiales de cumplimiento de penas, o penas alternativas”. Colombia tiene el pleno derecho de pactar “distintas medidas alternativas, y extrajudiciales”. “Lo que en dado caso se evaluaría por la CPI sería la legitimidad de las medidas y su cumplimiento, que no represente una simulación al deber de investigar del Estado.”

 

Esta última es una idea cardinal de Garzón, que el presidente actual de la CSJ expresó hace unas semanas: al parecer la única obligación del Estado es investigar los crímenes de lesa humanidad y de guerra; su castigo, puede eludirlo. Que no haya “simulación al deber de investigar del Estado”, pero sí laxitud plena para sancionar a los criminales. Además no se podrá acusar a ese Estado por incumplir sus deberes, porque los hechos indican que ha sido diligente: “Muchos de los miembros de las Farc y sus máximos representantes han sido investigados y sancionados por el Estado colombiano, y se ha avanzado en el fortalecimiento de las capacidades investigativas de la Fiscalía General para afrontar la macrocriminalidad y los crímenes de sistema”, esto último gracias a la asesoría del señor Garzón a la Fiscalía. Así no se castigue hacia adelante, las condenas ya establecidas, lo mismo que las capacidades investigativas existentes nos llevan a la conclusión de que la CPI no debe intervenir, pues “en estricto sentido no se puede hablar de incumplimiento del deber de investigar o la falta de voluntad.”

 

Segundo: por ser “delincuentes políticos”, las Farc requieren un tratamiento diferencial, de suerte que puedan participar en política.

 

Patina el ex juez Garzón cuando se le pide explicar por qué a las Farc no se les pueden aplicar las mismas penas que a los paramilitares, si han cometido los mismos crímenes. Quiere indicar que no debe haber raseros diferentes, pero estima que de todos modos debe haber un “enfoque diferencial” frente a los mismos hechos. Expone una confusa idea de que para “los distintos actores” deben establecerse “medidas sustentadas en criterios de igualdad”, pero que “tengan en cuenta aspectos o condiciones diferenciadas para su aplicación”. ¿Y cuál es la diferencia que amerita un tratamiento distinto? Aquí Garzón no inventa nada, sino que repite la monserga que le otorga un carácter altruista a los narcoterroristas de las Farc frente a los paramilitares: “No hay que perder de vista el carácter político reconocido a la existencia de las Farc, el cual no puede apelarse para los grupos paramilitares”.

 

Y como el cometido de un proceso de paz para Garzón es conseguir que se dejen de utilizar las armas y se reincorporen los violentos a la vida civil y a la participación en política, bien vale que se les otorguen franquicias del tenor que sea, incluso pasando por encima de la comisión de crímenes atroces. Inclusive si hay condenas por esos delitos, así sean simbólicas, como son “conexos” con la rebelión no deben ser escollo para permitirle a sus autores participar en política. “Se plantea la posibilidad de determinar algunos delitos como conexos del político, única y exclusivamente para efectos de dicha participación. Esto implica que una vez cumplida la condena y otras condiciones frente a los derechos de las víctimas, los responsables de crímenes puedan acceder a mecanismos democráticos de participación.”

 

Tercero: no debe aplicarse la extradición a las Farc.

 

A las conocidas razones del presidente Santos para justificar que a las Farc no se les aplique la figura de la extradición, en cuanto a que nadie firmará un acuerdo de paz para ir a pagar cárcel a Estados Unidos, Garzón agrega otras que vienen a reforzarlas. “En caso de concretarse un acuerdo de paz con las Farc la extradición de sus miembros impediría el acceso de los derechos de las víctimas a la verdad y la justicia, afectando el proceso de reintegración y por ende, el cometido principal del proceso.”

 

A su juicio esa fue una de las secuelas de la extradición de los paramilitares en el gobierno de Uribe. Apreciación contradictoria, si se tiene en cuenta que Garzón sugiere que “cualquier negativa a extraditar debe estar fundamentada en la participación y cumplimiento de los acuerdos y las obligaciones que devengan del mismo, en materia de contribución de la verdad, los derechos de la víctimas y las garantías de no repetición”. Exactamente como lo hizo el gobierno de Uribe, que procedió a enviar los jefes paramilitares a Estados Unidos ante el incumplimiento de lo pactado.

 

A lo anterior Garzón agrega otras razones de orden jurídico: “tanto el marco constitucional en su artículo 35 como la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia ofrecen las herramientas necesarias para sustentar la no extradición en caso de miembros del grupo armado, siempre y cuando se encuentren participando en un proceso de justicia transicional.”

 

La justicia transicional lo justifica todo, lo permite todo, lo resuelve todo. Esa entelequia es el non de personajes como Garzón, que posan de progresistas y piden la condena de Pinochet, Franco y Videla, con serios argumentos de defensa de los derechos humanos y persecución de los delitos de lesa humanidad, pero que cuando se trata de terroristas como las Farc, de estirpe izquierdista, le escurren el cuerpo al castigo de crímenes similares y se inventan cuanto subterfugio se les ocurra para exculparlos.

 

Este comentario del ex juez prepago, dirigido a sus defendidos, es la confesión indiscutible de su trasfondo retorcido: “La justicia transicional debe ser vista por ese grupo armado como el marco flexible que permitirá la creación de medidas y acciones por parte del Estado que permitan de forma masiva, excepcional y garantista hacer efectivo cualquier acuerdo.” No se preocupen señores de las Farc, la justicia transicional permite… ¡cualquier acuerdo!