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Delito político: de vuelta a las cavernas

Cuando la mayoría de las naciones civilizadas ha abandonado por anacrónico y absurdo el llamado “delito político” en su legislación, el gobierno de Santos para satisfacer a las Farc en su ambición de impunidad absoluta, no solo se apresta a revivirlo sino a declarar como “conexos” con él todo tipo de delitos comunes, en su mayoría atroces, empezando por el narcotráfico, el secuestro y el reclutamiento de niños.

 

Es un retroceso de consideración que nos regresa a la edad de las cavernas.

 

La figura del “delito político” se justificó por la época de la Revolución Francesa y los levantamientos contra las aristocracias y regímenes absolutistas de los siglos XVIII y XIX, prescribiendo para los revolucionarios de entonces un tratamiento penal benévolo, habida cuenta de sus pretensiones “altruistas”, y amparados en el derecho a rebelarse contra la opresión, como quedó consignado en la Declaración de los Derechos del Hombre de 1789.

 

Por inercia los regímenes republicanos que surgieron de todos esos vuelcos mantuvieron en su ordenamiento jurídico la distinción entre delitos comunes, contra los cuales había que adoptar penas más o menos severas, y delitos políticos, que debían ser objeto de indultos o amnistías. La primera mitad del siglo XX fue el escenario de la liberación de numerosas colonias en varios continentes, y de una serie de revoluciones socialistas como la soviética, que contribuyeron a la revitalización de la tesis del sagrado derecho a la rebelión y, en consecuencia, del tratamiento benigno a los alzados en armas contra los imperios coloniales o los gobiernos “burgueses”. De tal suerte que al crearse la ONU en 1948 en su declaración fundacional se repitió el precepto originario de la revolución francesa.

 

De allá para acá la situación ha cambiado por entero. Bajo la mampara de la Guerra Fría proliferaron movimientos “revolucionarios” y de “liberación”, de inspiración marxista en su mayoría, que protagonizaron en numerosos países violentos ataques contra sus democracias en prácticamente todos los continentes. Pocos tuvieron éxito pero el daño fue inmenso. En los círculos académicos y el establecimiento político se empezó a gestar una sana reacción contra esos desafueros, que ha revaluado por entero la vetusta concepción del “delito político”, sobre todo con posterioridad a los ataques terroristas del 11S.

 

La tesis central es de una simpleza cortante: una democracia no puede admitir el ataque violento contra ella como supuesta lucha política, y de contera ser indulgente con quienes así procedan. Si bien la tesis del derecho a levantarse contra la opresión se ha mantenido en la declaración universal de los derechos humanos, reservada para rebeliones contra regímenes dictatoriales o coloniales, la mayoría de las constituciones y leyes de las principales democracias han suprimido el “delito político” y en consecuencia el otorgamiento de amnistías o indultos a quienes atenten con las armas contra el Estado de derecho.

 

Es más. Ya no se considera ese tipo de delincuente como “político”, sino como terrorista. Y en lugar de aplicarle un tratamiento benigno se le sanciona con penas ejemplares.

 

En la presentación del libro “Crímenes altruistas” (FCPPC, noviembre de 2007), del cual fui recopilador, cité a Fernando Savater, el reconocido filósofo español, quien de manera magistral ha resumido el cambio doctrinario. Repito sus consideraciones. A su juicio el “delito político” no solo no puede ser considerado “altruista” y recibir un tratamiento generoso frente a los restantes delitos, sino que es de peor laya que éstos, a tal punto que ni siquiera se le debe contemplar como “político”. “Poner bombas o secuestrar ciudadanos no son actividades políticas en una democracia, lo mismo que no es una actividad religiosa asesinar a los herejes o a los blasfemos”, ha explicado. De allí que “la motivación política que lleva a cometer delitos violentos no tiene por qué ser una eximente ni penal ni moral: en un Estado democrático de derecho más bien debería ser un agravante”. En síntesis: “asesinar… quita la razón política a los asesinos”.

 

El ordenamiento jurídico de la mayoría de los países europeos, empezando por España, así como tratados internacionales contra el terrorismo y otros –como el de Roma que creó la CPI-, han materializado el cambio doctrinario y legal. Es lo que pretendió sin éxito Álvaro Uribe Vélez mientras ejerció la presidencia: suprimir esa figura de nuestro andamiaje legal, pues no tiene sentido que la democracia permita que se atente con las armas contra ella y de contera premie a los alzados con amnistías e indultos. En todo caso, y en congruencia con ese pensamiento avanzado del mundo, Uribe se negó sistemáticamente a aceptar la tesis de que el grave desafío contra nuestras instituciones legítimas era de la estirpe de las “guerras civiles” (o “conflictos armados internos” como ahora se les designa) del pasado o de los movimientos de liberación nacional, y afirmó que se trataba simple y llanamente de una amenaza o agresión terrorista.

 

El primer paso en el retroceso lo dio el gobierno de Santos al otorgar por vía legal la categoría de “conflicto armado” al desafío terrorista contra nuestra democracia. Con ese fundamento el mismo gobierno se propone ahora, en asocio con la Fiscalía, y con el coro de la dirigencia política y prensa enmermelada, no solo otorgar a las Farc la consideración anticuada de contradictor “político”, sino que quiere agregar al delito de rebelión, declarándolos “conexos”, los más disímiles que pueda imaginarse.

 

Como se sabe, el Marco Jurídico para la Paz (MJPP) permite que por medio de una ley se establezca cuales delitos se consideran “conexos” con el “político”, y la Corte Constitucional ha declarado exequible ese acto legislativo. La discusión ahora se centra en los “límites” de las conductas delictivas que hay que contemplar como parte de la rebelión.

 

Ya está claro en el tercer borrador firmado en La Habana, que el de narcotráfico se considera que ha sido en “función de la rebelión”. El Fiscal agrega que deben sumarse el secuestro, la extorsión, el reclutamiento de menores. Y Clara López, excandidata del Polo, no ha tenido reato en declarar que la “conexidad” debe cubrir toda la extensa gama del Código Penal, sin excepción. Bastará, en adelante, argüir que se delinque con fines políticos para que el Código Penal quede en la práctica derogado.

 

Humberto de la Calle, consciente del adefesio pero dispuesto a darle cabida, ha indicado que es solo por este caso “complejo” y complicado de las Farc que se tendrá semejante permisividad, pero que después se volverá a encarrilar el delito político en sus marcos tradicionales, vaciándolo de la aberraciones que ahora se disponen a introducirle. Qué vergüenza.

 

El Fiscal Montealegre, presto a abrir las compuertas que sea, y a hacer el quite al Tratado de Roma y la CPI, ha llegado a sugerir que incluso buena parte de los delitos de lesa humanidad y crímenes de guerra, que están excluidos taxativamente en el MJPP, pueden incorporarse a este escenario de impunidad. Las vías son dos, en nuestro entender. Una, el mecanismo de seleccionar solo algunos delitos y autores, supuestamente los más graves, que ha previsto el MJPP, pues según Montealegre es imposible juzgar toda la extensa gama de crímenes cometidos en estas décadas. La otra vía es argumentar que solo se debe atacar penalmente a los “mayores responsables”, excluyendo al resto que solo cumplían órdenes, en desarrollo de la peligrosa y maleable doctrina de la “autoría mediata”. Por esta vía vamos a llegar a un punto en que se declare que los “mayores responsables” fueron los difuntos Marulanda, Jojoy, Reyes y Cano, quienes dieron las órdenes, y que los demás, incluidos Timochenko, Márquez y Cia. solo se ocuparon de cumplirlas, por lo cual estarán eximidos de responsabilidad penal.

 

La finalidad está clara: crear un escenario en el cual las Farc tengan patente de corso para participar en política y ser elegidos, sin ninguna restricción. Y además, bloquear cualquier pedido de extradición, pues según nuestra tradición jurídica, tal figura no opera para los delitos políticos. La impunidad completa. Hacia allá se dirigen las movidas actuales del gobierno.