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“Esa es la paz de Santos”

Fue la airada y dolida expresión ante los periodistas de una de las madres de los once militares masacrados el martes por las Farc en El Cauca. Otra reveló que su hijo la había llamado el domingo pasado y le había dicho que tenían la orden de no disparar. Uno de los soldados sobrevivientes indicó que la falta de apoyo aéreo fue fatal. He ahí en pocas palabras la radiografía de la tragedia que desnuda no solo la perversidad de las Farc sino la responsabilidad inocultable del gobierno.

 

Para Santos no hubo tal masacre, revestida de tamaña ferocidad y alevosía. No. Pese a que reconoció que fue deliberado, lo catalogó apenas como un “incidente” en su alocución televisada el miércoles, un “vil acto en contra de nuestros soldados” como lo describió en Twitter. No se dignó denunciar el asesinato cruel y a mansalva de los servidores públicos, sino que apenas balbuceó que lamentaba su “muerte”.

 

La opinión pública está enfurecida, enardecida. Exije castigo a los responsables, incluidos los determinadores que se sientan en La Habana, y un viraje radical en las conversaciones con los terroristas. El Centro Democrático plantea efectuar una pausa para replantearlas, y de nuevo insiste en la necesidad de que el cese de fuego de las Farc se acompañe de su concentración efectiva en un sitio definido con supervisión internacional.

 

La respuesta de Santos, para cubrirse la espalda, ha sido improvisar dos o tres medidas que mañana se olvidarán y abandonarán. En últimas lo que dejó entrever es que nada cambiará: el empeño del gobierno de Santos de pactar a como dé lugar, y al precio que sea con los narcoterroristas de las Farc, no sufrirá mella. Por desgracia, pero es así.

 

Del mismo modo el Fiscal Montealegre, abrumado por la oleada de ira nacional, ensayó al lado del presidente su número: se le escapó condenar a sus defendidos de todas las horas por cometer un “crimen de guerra” contra personas protegidas por el DIH. Pero un comunicado posterior de la Fiscalía se baja de esa acusación y explica simplemente que va a investigar si lo sucedido fue un crimen de guerra.

 

El retoque de mayor impacto mediático del presidente ha sido la reversa temporal del congelamiento de los bombardeos, mientras se olvida este episodio, y pare de contar. No es que haya ordenado reanudar los bombardeos, como ingenua o maliciosamente lo informa la prensa proclive al gobierno. Lo que ha ordenado no es bombardear, sino, como lo expresó en Twitter, “levantar la suspensión a los bombardeos”. Dos cosas bastante diferentes.

 

Empezando porque su interés no es seguir escalando la confrontación, como ahora se dice. El “incidente” de El Cauca no demuestra la sevicia e hipocresía de las Farc, que no se detiene y que debiera tener una respuesta contundente de las autoridades, sino, según sus palabras, la “necesidad de acelerar negociaciones que pongan fin al conflicto.” No detenerse y hacer una pausa, sino ponerle el pie al acelerador. De suerte que los diálogos seguirán y se intensificarán. Tan solo, para tratar de escabullirse a la vergüenza de entrar por la misma puerta que sus verdugos, los militares destacados en La Habana entrarán y saldrán estos días por la puerta de atrás del centro de convenciones, como nos informó la televisión.

 

Lo más “contundente” de la respuesta de Santos ante la vil masacre fue decir que no se dejará presionar para que acepte ya el cese bilateral de fuego. Pero sabemos que en este tema ya acumula serias reculadas: inicialmente –como consta en la agenda de cinco puntos firmada hace casi tres años con las Farc- se establecía que solo se produciría luego de firmados los acuerdos, pero desde Madrid nos advirtió hace algunas semana que había decidido adelantar su negociación y que se aceptará aún antes de los pactos definitivos, para lo cual envió una comisión de militares a definirlo con la guerrilla. Y aunque ahora anuncia otra vez que solo se dará al final de los diálogos, lo cierto es que en La Habana los militares enviados a negociarlo prosiguen sus gestiones.

 

No faltaron en la alocución presidencial del miércoles los llamados a la oficialidad de las fuerzas armada a arreciar el combate, como lo ha venido haciendo estos tres años, para cubrirse la espalda ante una opinión irritada e incrédula. Pero el país sabe que lo que está en marcha es un apaciguamiento sin pausa, que no solo ha deteriorado la seguridad, sino, sobre todo, ha minado la moral y espíritu de combate de los soldados. Resultado inevitable, además, de la equiparación inaudita de los terroristas con las fuerzas armadas legítimas.

 

Basta recordar el episodio del secuestro del general Alzate hace unos meses, que se consideró por algunos como una grave crisis que ponía a tambalear el proceso de paz. Santos llamó a Colombia a sus plenipotenciarios y posó de radical. Pero todo terminó sin ninguna corrección de fondo sino con nuevas concesiones: la anticipación de la negociación de la tregua, la negación de las extradiciones a Estados Unidos de los narcoterroristas, y la suspensión de los bombardeos.

 

Ahora viviremos el mismo teatro. Las Farc, como siempre, culpando a las víctimas de su muerte por atreverse a hacer presencia en sus santuarios, y exigiendo la adopción pronta de un cese bilateral al fuego para salvarnos de la degollina. El gobierno posando de digno, ordenando a las fuerzas armadas adelantar las operaciones necesarias para defender a sus compatriotas. Pero después veremos cualquier “gesto” de los facciosos, interpretado como razonable y confiable por el gobierno, y todo volverá a sus carriles. Proseguirán las conversaciones, se ratificará la tregua unilateral de las Farc, volveremos a la suspensión declarada de los bombardeos, se darán pasos para iniciar el desminado, etc., etc.

 

La determinación de Santos de sellar acuerdos que pueda presentar como el advenimiento de la paz en el país, así se ferie la institucionalidad y se pongan en riesgo nuestras libertades, es más fuerte y no tiene reversa. Prisionero de esa ilusión y de su vanidad ilimitada, ha caído en las garras de las Farc, que le exprimen hasta el último suspiro para atesorar más y más concesiones que los acerquen a su objetivo final: el poder. No habrá felonía ni infamia que lo detenga, como la que acabamos de presenciar en El Cauca estremecidos y aterrados.