Hace poco más de veinte años los colombianos disfrutamos el estreno de una de las mejores películas del cine nacional: La estrategia del caracol, de Sergio Cabrera. Una trama entre cómica y dramática nos relataba las artimañas de un grupo de empobrecidos inquilinos para evadir el desalojo de lo que había sido una lujosa mansión bogotana, por parte de su empingorotado dueño. Al fin se ingenian cómo llevarse todo, de manera subrepticia, dejándole al propietario sólo la fachada, con un desafiante y a la vez burlesco letrero.
Colombia vive hoy una trama grotesca, que poco tiene que envidiar a la ingeniosa que describió Cabrera en 1993. El inquilino de la Casa de Nariño amenaza con dejarle a los colombianos al final de su mandato sólo la fachada del edificio republicano de nuestras instituciones que, a veces de manera subrepticia y a veces de manera abierta, viene desmantelando y entregando sin pudor a los que aspiran a ser los nuevos inquilinos y mandamases de nuestro Estado.
La estrategia del tahúr no ahorra en argucias y alevosías. Atropellando los mínimos parámetros éticos y políticos, se propone legitimar la capitulación de La Habana, a través de un plebiscito engañoso, que disfraza con el manto de la paz. A la vez manipula al Congreso para que facilite los medios espurios -el congresito y facultades dictatoriales al primer mandatario- para poner en vigor el sartal de acuerdos pactados con los narcoterroristas. Ahora quiere facultades especiales para suspender las órdenes de captura de los terroristas, sin que se haya firmado nada, ni se haya definido su desarme y desmovilización. Como ya procedió a indultar a un grupo de criminales, sin que la contraparte haya cesado sus actividades de extorsión y secuestro, entre otras conductas delictivas.
Al desmantelamiento institucional se agrega el económico y fiscal. Un saqueo inicuo, que no de otro modo puede calificarse, ha sido el que se ha cometido con los fondos públicos en los cinco años corridos de esta administración. Fruto del derroche, de la tenebrosa “mermelada” otorgada a rodo para mantener el séquito de áulicos que sostiene el gobierno, de los contratos a dedo para alimentar los medios de comunicación complacientes a nombre de la paz, de la ostentación y despilfarro de la misma casa presidencial, que ofende a los colombianos. De igual manera afectan la economía la imprevisión manifiesta frente a fenómenos como la caída del precio del petróleo, cuyas alertas tempranas fueron ignoradas olímpicamente, o la inercia ante la presencia de fenómenos climáticos como el del Niño, que amenazan con derrumbar la sólida economía que había edificado el país en los años precedentes. Primero el gobierno argumentó con arrogancia que estábamos “blindados” contra esos avatares; aún ahora, cuando el agua le llega al cuello, solo reconoce que hay algunas dificultades, pero que no es nada grave.
Los apuros fiscales no son pasajeros ni leves. Ni se solventan con la pretendida “austeridad inteligente”, que la manía derrochadora y corrompida del gobierno hace nugatoria, ni mucho menos con la regresiva reforma tributaria anunciada, que amenaza con esquilmar las rentas de trabajo y el consumo, agravando la crisis económica que nos agobia. Santos, que de tonto no tiene un pelo, recogió el guante con la lección de la abrupta y autoritaria venta de Isagen, que ha provocado el vigoroso y generalizado rechazo de las mayorías, y ahora anuncia con desvergüenza que presentará la reforma después del plebiscito, para no poner en riesgo su aprobación. Pero hasta al más fino tahúr se le van las luces. Tanta agua ha corrido bajo los puentes, tantas han sido las tramoyas y engañifas, que la opinión pública, que tampoco es tonta, no le va a permitir una salida fácil al embaucador.
Así pretenda, como redomado tahúr, que supera en ingenio al humilde caracol, y que puede lograr que la gente no se dé cuenta de la estafa. Así insista en guardar las apariencias. Así Santos no deje de refaccionar la fachada, para distraer al público, pero, claro, sin cesar en sus desastrosas ejecutorias. Ha hecho gala de la mayor parafernalia posible, pretendiendo, por ejemplo, mostrar un gran respaldo internacional a sus gestiones de “paz”, por mandatarios de todas las latitudes y pelambres, que sólo ven desde fuera la fachada engañosa, como en el film de Cabrera los transeúntes del barrio La Candelaria, sin imaginarse lo que se fragua en su interior. O de espectáculos fantasiosos, que cada cierto trecho ensaya, como el del apretón de manos con alias Timochenko en La Habana. O de recurrentes y calculadas declaraciones conjuntas, de “grandes avances” en la entrega, como la que acaban de producir anunciando que van a recurrir a la Onu para que supervise un cese al fuego bilateral. Es tal la manía de asaltar la buena fe de sus compatriotas para engatusarlos con el acuerdo de paz, que hasta intentó someter la agenda del viaje del Papa Francisco a Latinoamérica a las fechas de remate de los acuerdos con las Farc, aunque parece que el milagrito se le escabulló. Sin embargo la opinión pública le es cada día más esquiva.
Desesperado, cuando las encuestas lo arrollan y los siguientes pasos de la entrega se ven amenazados, entonces recurre a la amenaza y la persecución. Mientras el Ministro del Interior pregona a los cuatro vientos que no hay enemigos de la paz sino contradictores, el Fiscal emprende una nueva cruzada político-judicial contra el uribismo, el principal “contradictor” de las negociaciones en La Habana. Y el Presidente mueve entre bambalinas, como se ha sabido, sus hilos, para lograr defenestrar al Procurador Ordóñez, otro duro crítico de los acuerdos con las Farc.
La película de Cabrera termina con un final inesperado, como lo dijimos arriba. El propietario solo recobró la pared exterior de la casa, despojada de todo lo que antes contenía, y con un burlesco y monumental grafiti que rezaba: “Ahí tienen su HP casa pintada”.
Colombia no correrá la misma suerte. Lo que se está poniendo en evidencia es que la estrategia del tahúr -de feriar nuestras instituciones y despilfarrar nuestros recursos, ocultándolo tras una fachada reluciente-, está entrando en bancarrota. Apenas despunta el 2016 y ya la población encuentra que la inflación, los racionamientos, la escasa alza del salario mínimo, el derroche oficial, se van tornando insoportables. En unos meses la insatisfacción se tornará en aguda e irrefrenable protesta social y a Santos no le valdrán sus habilidades de jugador, ni la represión, ni la persecución, ni las amenazas, ni el control de los medios de comunicación, ni sus caciques. Ni siquiera el cuento de la paz lo salvará, y el mismo plebiscito puede convertirse en su tumba. A diferencia de la película de Cabrera, el pueblo colombiano no va a esperar a recibir una república destrozada, hipotecada y desfalcada, con un letrero que diga algo así como “Ahí tienen su HP paz pintada”. El que resultará burlado será otro.