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La gran claudicación (2)

El segundo borrador de los acuerdos habaneros se ocupa de la “participación política”. Examinemos su contenido.

 

A similitud del primero, parte de la descalificación de nuestro sistema político, para darle satisfacción a las Farc y justificar sus acciones criminales durante décadas. Niega implícitamente que poseamos un régimen democrático y de libertades. De allí que el documento se atreva a afirmar: “La firma e implementación del Acuerdo Final contribuirá a la ampliación y profundización de la democracia…, a fin de transitar a un escenario en el que impere la democracia…”. Esto es, en Colombia no impera la democracia y no imperará hasta que no se cumplan las previsiones del bendito acuerdo.

 

En su lógica perversa el problema no son los daños que las organizaciones terroristas le provocan a la institucionalidad, sino las limitaciones y trabas de nuestro Estado para la participación política de las organizaciones y movimientos contestatarios, lo que ha explicado su enfrentamiento violento con el establecimiento. Nuestra democracia es absolutamente restringida, cerrada y discriminatoria, por lo que “es importante ampliar y cualificar la democracia como condición para lograr bases sólidas para forjar la paz”. Tenemos violencia porque no tenemos democracia; y este celestial acuerdo nos permitirá abrir las compuertas de la democracia para “forjar la paz”.

 

Claro que los plenipotenciarios de La Habana no podían eludir por entero el problema de la violencia y su impacto en la vida nacional. Pero al mejor estilo de las Farc, establecieron que ésta agrupación no era su generadora y responsable principal, sino que es un problema de todos los colombianos. En el lenguaje turbio que caracteriza todo el mamotreto, lo explicaron de este modo: “La firma e implementación del Acuerdo Final contribuirá a la ampliación y profundización de la democracia en cuanto implicará la dejación de las armas y la proscripción de la violencia como método de acción política para todos los colombianos, a fin de transitar a un escenario en el que impere la democracia, con garantías plenas para quienes participen en política, y de esa manera abrirá nuevos espacios para la participación.”

 

Ahora resulta que el acuerdo final que se pacte implicará “la proscripción de la violencia como método de acción política para todos los colombianos”, y no para las guerrillas en particular. ¿Cuándo la inmensa mayoría de los colombianos hemos apelado a la violencia como método de acción política? ¡Nunca! Son unas minorías alucinadas e impregnadas de narcotráfico hasta los tuétanos las que han ejercido esa violencia, y la han justificado con la nefasta tesis de “combinar todas las formas de lucha”. Y en este acuerdo se niegan a declarar su renuncia franca y clara a esos métodos, y terminan endilgándonos al resto de los colombianos, como si fuera atávica, la inclinación a usar la violencia. No hay derecho.

 

De contera, como se ve, la guerrilla no acepta entregar las armas. El documento, como acabamos de citarlo, habla solo de “la dejación de las armas”. Dejarlas a buen recaudo, en sus guaridas, para ejercer lo que se ha llamado la “tutoría armada” del acuerdo, hasta coronar sus propósitos de reformas y de acceso al poder. Incluso, como está redactado el texto, ni siquiera se refiere concretamente a la guerrilla, aunque uno deduciría que no otro puede ser el destinatario de la expresión.

 

Entonces tendremos todas las garantías que en el borrador se le ofrecen a los alzados, con participación política plena, pero sin entrega de los fusiles. Seguirán combinando acción política con presión armada como ahora, así limiten temporalmente las acciones violentas. Y serán por tanto, al adquirir el estatus de partido político, el único que gozará de la inusitada prebenda de poseer un brazo armado a su servicio. ¡Tremenda democracia la que “imperará” con semejantes acuerdos!

 

Porque hablando de garantías políticas y reformas al sistema electoral, la esencia de los borradores es consagrar una serie infinita de prebenda a los facciosos, que en lugar de mejorar las instituciones democráticas que nos rigen, generarían un escenario de desequilibrios y restricciones intolerables. Miremos con cuidado esas circunstancias.

 

Empecemos por decir que el acuerdo se propone “crear las condiciones y dar las garantías para que las organizaciones alzadas en armas se transformen en partidos o movimientos políticos”. En al menos dos sentidos esto es un dislate. De una parte, porque, como ya se dijo, no han renunciado explícitamente al uso definitivo de las armas ni han anunciado su entrega, y facilitarles ser partido en esas condiciones es legitimar una opción política armada. Y de otra parte, porque no se han definido las condiciones de esa participación política, prohibida por la Constitución y tratados internacionales a quienes hayan cometido crímenes de lesa humanidad y de guerra. Se ensilló sin traer las bestias. En realidad esta fue otra claudicación del gobierno: discutir la participación política sin la determinación previa de entregar las armas, y sin haber discutido el problema de los delitos cometidos por las guerrillas y su castigo, que limitan o niegan su capacidad de elegir y ser elegidos.

 

No se limita la mesa de negociaciones a proponer su reconocimiento político. El fin último de los partidos es el poder, y en eso los plenipotenciarios no fueron avaros. “Para consolidar la paz, es necesario garantizar el pluralismo facilitando la constitución de nuevos partidos y movimientos que contribuyan al debate y al proceso democrático, y tengan suficientes garantías para el ejercicio de la oposición y ser verdaderas alternativas de poder.” Ejercer la oposición, sí, para empezar; pero en últimas lo que se quiere es que sean “verdaderas alternativas de poder”. Monserga que se repite al hablar de la transformación de “las organizaciones alzadas en armas” en partidos, a fin de que no solo participen y ejerzan oposición, sino “para que sus propuestas y sus proyectos puedan constituirse en alternativas de poder”. Para allá vamos.

 

Pero entrados en gastos, pensaría el gobierno, no nos paremos en pelillos. Tan elevados propósitos, como la toma del poder, requieren una serie de condiciones que es preciso facilitar. De tal suerte a los nuevos partidos y movimientos políticos nacidos de los acuerdos, así como a las organizaciones sociales que influyen, hay que ofrecerles cuanta franquicia y prebenda sea posible. La lista es interminable; ocupémonos de lo más destacado.

 

Ya sabemos que los terroristas no tienen que entregar dineros ni bienes acumulados en sus tenebrosos negocios (narcotráfico, secuestro, extorsión, minería ilegal, robo de petróleo, etc.), recursos cuantiosos que la prensa –que tampoco puede evitar que toda la información sobre estos temas sensibles se encapsule-casualmente en estos días ha ilustrado con cierto detalle. No les caerían mal, en consecuencia y cuando sean admitidos como partidos legítimos, agregar unas sumas adicionales de significación. Para el efecto, los acuerdos postulan “una distribución más equitativa de los recursos públicos destinados a los partidos y movimientos políticos”, de suerte que los nuevos tengan una porción mayor que la que correspondería a sus menguados sufragios. En otro lugar advierte que hay que incrementar esos fondos que se distribuyen “por partes iguales” entre los partidos con representación en el Congreso, y “aumentar” el fondo de financiación de partidos y movimientos políticos nuevos.

 

Además de dinero contante y sonante, bien les valdrían unos cuantos medios de comunicación. Los textos de La Habana son prolíficos en este sentido. Para los fines del acuerdo se “requiere de nuevos espacios de difusión para que los partidos, organizaciones y las comunidades que participan en la construcción de la paz, tengan acceso a espacios en canales y emisoras en los niveles nacional, regional y local”. Para el efecto, es necesario abrir “nuevas convocatorias para la adjudicación de radio comunitaria, con énfasis en las zonas más afectadas por el conflicto”, lo mismo que “espacios en las emisoras y canales institucionales y regionales… a las organizaciones y movimientos sociales”, al igual que “financiar la producción y divulgación de contenidos” de los mismos. Y naturalmente, “… el gobierno se compromete a habilitar un canal institucional de televisión cerrada orientada a los partidos y movimientos políticos con personería jurídica, para la divulgación de sus plataformas políticas”, orientado por “una comisión con representantes de los partidos y movimientos políticos sociales más representativos”.

 

Partidos con brazos armados, financiación estatal privilegiada, emisoras, imprentas, canal de televisión exclusivo. Casi nada. Todo en aras de la construcción de la paz. Pero aun así, no es todo.

 

Las Farc no aceptan desarmarse ni se comprometen a abandonar los métodos violentos, ni desmovilizarse y reintegrarse pacíficamente a la sociedad. Sin embargo el gobierno, en este borrador de acuerdo, adquiere el compromiso perentorio de ofrecerles las mayores garantías de seguridad que organización alguna haya ambicionado: un “programa de protección especializada para los miembros del nuevo movimiento político que surja del tránsito de las Farc-ep a la actividad política legal…”. Mencionan el caso de la Unión Patriótica en el pasado, para fundamentar su exigencia, no para desligar acción política y armada. Es decir, aspiran a hacer política con las armas en la mano, como entonces, pero exigiéndole al Estado que los proteja de las retaliaciones o ataques de ello pudiera ocasionarles.

 

El Estatuto de la Oposición no podrá elaborarse sin la venia de las Farc. El proyecto de ley respectivo se diseñará por una extraña asamblea de partidos, con la presencia de los nuevos que surjan del acuerdo de paz, sin lo cual no podrá presentarse al legislativo. El texto del borrador incluye una enigmática pero perentoria nota al final de este punto, repetida en otros lugares claves de los tres documentos, en el sentido de que más adelante “se definirán la línea del tiempo y las medidas de control para la realización de lo acordado”. Las “medidas de control” de las Farc para la “realización de lo acordado”: esa bobadita es lo que falta definir sobre el particular.

 

Los partidos que surjan de los acuerdos de paz no tendrán las engorrosas condiciones que tienen los demás para adquirir sus personerías, y que fueron tortuosas en el caso reciente del Centro Democrático. Su amor por la paz los exime de tan fastidiosas molestias. No requerirán umbral y para ellos serán expedidas “reglas especiales para la inscripción y elección de candidatos”.

 

Como existe en el país una repulsa muy fuerte no solo a la participación política de los criminales, sino a que se les otorgue gratuitamente curules en el Congreso, los borradores habaneros idearon una fórmula singular. Se crearán unas “circunscripciones especiales” para las zonas de conflicto, con derecho a un número por definir de representantes a la Cámara, para que en ellas tengan cabida los alzados en armas. Serán transitorias, aunque el número de períodos aún no se ha definido. Solo podrán inscribir listas en ellas los partidos o movimientos nacidos de los acuerdos, u organizaciones y movimiento sociales; de ninguna manera, los restantes partidos que existen en el país. Por tanto, serán simulacros de elecciones democráticas, sin contendor, reservadas para las guerrillas. Y con otra gabela adicional: sus electores podrán votar doblemente, tanto por las listas de la “circunscripción especial” como por las listas de las circunscripciones departamentales normales (en parte de cuyo territorio funcionarán las “especiales”). Y, obvio, en las departamentales, también los nuevos partidos podrán presentar listas. Por lo que se ve, esta aberración es absolutamente antidemocrática e inconstitucional. El principio clásico de una persona, un voto, no puede soslayarse, así se hable a nombre de la paz.

 

No se menciona el otorgamiento de curules en el Senado. Seguramente es una de las cosas que faltan para que “todo esté acordado”. Ya hemos conocido que a las Farc les interesa una buena porción del Senado, sin tener que someterse al dictamen de las urnas. Habrá que esperar humo blanco en esta materia en un próximo borrador.

 

Omitimos, para no hacernos más extensos, la referencia del borrador a la abigarrada participación de las organizaciones y movimientos sociales que aúpan las guerrillas, en todo el entramado del Estado, desde los municipios y veredas, hasta los órganos centrales de planeación y control, supervisando todo, hasta el mismo diseño y ejecución de los presupuestos públicos. Que pretende empoderarlas por decreto y con su concurso penetrar el Estado a todo nivel para preparar su asalto final. Y que presupone una parafernalia de organismos y gabelas, de alto costo, siempre a cargo del Estado, es decir, sufragado por nosotros los contribuyentes y víctimas de los terroristas.

 

En la próxima columna me ocuparé del acuerdo sobre drogas ilícitas.