Se acabó el Mundial y volvemos a la realidad. Una realidad que pretendieron trastrocar en Brasil echándole al mundo el cuento de que era un país que había salido del atraso y la pobreza, y que estaba preparado para mostrar sus avances. Pero no.
Los estadios estuvieron listos a última hora y algunos siguen en obra, como el de Curitiba, mientras que a otros la grama se les cae a pedazos con solo caminar sobre ella. Incluso, la infraestructura complementaria se quedó sin terminar y hasta una de esas obras, un puente en Belo Horizonte, se derrumbó aplastando a dos personas. Imposible no hablar de la patética ceremonia de inauguración, tan diferente a los fastuosos carnavales de Río, todo un mal presagio de lo que serán los Olímpicos del 2016.
Más allá de la calamidad deportiva, a Dilma le tocará seguir capoteando la resaca que deja una costosa fiesta en la que se derramó el licor más caro. Como si se tratara de un ignorante sátrapa tropical, quien sea que haya tomado las decisiones organizativas de este torneo se equivocó tan gravemente que el castigo no puede ser otro distinto a sacar a la Rousseff de Planalto, pues un país tan pobre no puede darse el lujo de construir estadios monumentales que inevitablemente terminarán como elefantes blancos. ¿Un superestadio en Manaos, donde solo hay un equipo de cuarta división? ¿Otro elefante en Cuiabá, en plena selva, donde apenas van 300 personas al fútbol dominical? ¿Un megaestadio de 700 millones de dólares en Brasilia, donde juega un equipo de segunda que tiene un promedio de asistencia de poco más de mil personas por juego?
Bien les valdría a los políticos brasileños replicar la decisión del nuevo presidente de Costa Rica de prohibir su retrato en oficinas públicas y su nombre en placas inaugurales. Las placas en esos estadios serán tan mal recuerdo como los estadios mismos y a menos que Dilma ponga a rodar una maquinaria tan impúdica como la de Santos en Colombia, es improbable que consiga la reelección en medio de la rabia y la indignación de un pueblo que terminó doblemente humillado: los problemas de organización que lo hicieron ver como el país tercermundista que es, y el resonado fracaso en lo deportivo, que no podría haber sido peor.
Por supuesto, también nosotros volvemos a la realidad, porque el Mundial se convirtió en una especie de cortina para ocultar muchas cosas que ocurrieron en el último mes, tanto así que hasta se le atribuye buena parte del ascenso de la favorabilidad de Santos en las encuestas a pesar de los constantes ataques de las guerrillas en contra tanto de civiles como de la Fuerza Pública, de obras de infraestructura y hasta del medio ambiente, por los derrames de crudo a los que ha obligado a los transportadores en el Putumayo.
A la señora Rousseff la silbaron en el Maracaná cuando apareció con Angela Merkel y Joseph Blatter para entregarle la Copa Mundo al seleccionado alemán. Ya una inmensa mayoría se hartó de vivir con la gran mentira de que el gigante brasileño había despertado. No podría explicarlo mejor Mario Vargas Llosa en su más reciente columna, La careta del gigante, cuando afirma que “No hubo ningún milagro en los años de Lula, sino un espejismo que ahora comienza a despejarse”. Imposible no recordar el ensalzamiento que se hacía de Lula aquí en Colombia, como redentor de los pobres, cuando no ha sido más que el titiritero de esa farsa populista. Es hora de pasar el guayabo y manifestar esta inconformidad en las urnas.