La alarma sobre el desmesurado poder del Fiscal viene de múltiples orígenes.
Fui abanderada furibunda de que el período del fiscal Eduardo Montealegre no se limitara a completar por pocos meses el de su fallida antecesora, Vivian Morales. Son gravísimas tantas interinidades en la Fiscalía. Y confiaba en que saldría de su paquidermia en manos de este jurista inteligente y sagaz, especializado en las mejores escuelas del derecho penal europeo.
Hoy son varios los que nos encontramos tremendamente preocupados por el perfil que ha tomado el fiscal Montealegre. Por momentos parece estar jerárquicamente por encima incluso de la Presidencia de la República, aunque es Santos, y no Montealegre, el jefe del Estado.
Esa fue la sensación que dejó el Fiscal en sus últimas declaraciones de prensa, en las que expresó su desagrado personal por el actual ministro de Justicia, Alfonso Gómez Méndez. ¿Hasta qué punto la integridad del vigor político del Poder Ejecutivo dentro del Estado de derecho ha quedado comprometida por una pugna de poderes en virtud de la cual un fiscal se atreve a darle instrucciones al Presidente de la República desde este periódico, sin ningún pudor?
Montealegre no quiere más al actual Ministro de Justicia en su cargo. Es una orden. Se lo ha notificado públicamente al Presidente. Dicen en los corrillos judiciales que la retaliación proviene de que Gómez Méndez no le quiso firmar (y terminó firmándola su viceministro) la reestructuración de la Fiscalía, porque temía que se convirtiera en un poderosísimo ente burocrático basado en un aumento exponencial de burocracia con 3.248 puestos nuevos para repartir por ahí y expandir su poder (¿cuántos terminarán entre la Rama Judicial y el Congreso?), hasta completar una planta global de 28.836 empleos; con una universidad propia –existiendo tantas donde actualmente se pueden especializar los fiscales–; y creando la extraña figura de unos fiscales-embajadores con rango diplomático, que la Fiscalía enviará a importantes ciudades del mundo dizque para la coordinación internacional de pruebas. La reforma le imprimió a la Fiscalía un perfil político que la volvió más poderosa de lo razonable en un sistema de pesos y contrapesos.
La alarma de ese poder desmesurado viene de múltiples orígenes. Desde un confidencial de la revista Semana que reveló interferencias personales del Fiscal en la terna de Contralor, pasando por las columnas de María Elvira Samper y Cecilia Orozco, en El Espectador, sobre su afán electorero y los excesos de poder y vanidad, hasta diez preguntas que Yolanda Ruiz, directora de RCN Radio, le lanzó al Fiscal, entre ellas una delicadísima: “¿Es verdad que usted se reunió con el magistrado Yepes, ponente del caso del Procurador, unos diez días antes de que él cambiara su ponencia para pedir la salida del Procurador?”.
El último incidente son las instrucciones que se atrevió a enviarle el Fiscal al Presidente sobre el urgente cambio de su ministro, selladas con la notificación de que la reforma de la justicia no la dirigirá el Presidente con el ministro del ramo, sino el propio Montealegre.
Fue Juan Manuel Santos quien revivió la desaparecida figura del Ministro de Justicia. Era urgente para restablecer el papel actuante, visible y con voz propia del Gobierno en la misión estatal de organizar la justicia. Resucitado, ahora Montealegre está minimizando la importancia de ese ministerio. ¿Hasta dónde retrocederá Santos en su autonomía, ante la avidez de poder sin límites de este leviatán que se ha atrevido a desafiarlo?
Es cierto que un Presidente tiene que contar con el Fiscal. Y que Santos necesita a Montealegre. Pero hasta ahora el Presidente siempre había estado por encima del Fiscal. No por debajo.
Entre tanto… ‘El delito de tráfico de influencias’: fascinante tema de la tesis de doctorado del talentoso penalista Jaime Lombana.