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Rebelión civil: ya es hora

A veces pueden más los golpes que las razones, las amenazas que las advertencias. Desde la tribuna de este modesto periódico, así como desde otros medios, un número creciente de comentaristas de la vida nacional habíamos advertido del peligro inminente de entrega del país que se fraguaba en La Habana, y habíamos elevado repetidos llamados a enfrentarlo con valor y decisión.

 

Desde hace más de un año alertamos al país en cuanto a que las Farc buscaban imprimirles a los acuerdos que negocian en Cuba el carácter de tratados internacionales, incorporables de facto a nuestro ordenamiento constitucional, sin que mediara ninguna instancia nacional para ponerlos en vigencia, bajo el fantasioso paraguas de los Convenios de Ginebra.

 

Hoy no se trata de una simple pretensión estrambótica de las Farc, sino que hace parte del temario que se discute con los narcoterroristas. Lo ha confirmado -como lo denuncié en mi columna de hace una semana- el señor Roy Barreras, quien declaró que ha sido enviado a Cuba a sumarse a la mesa de conversaciones para buscar un “punto intermedio” entre las propuestas del plebiscito y del acto legislativo que tramita el gobierno, y la de las Farc de considerar lo negociado como un “acuerdo especial” en los términos de los Convenios de Ginebra. Lo que significa, ni más ni menos, que el gobierno ha abierto las puertas a una “refrendación” expedita, sin intervención del pueblo, abandonando el compromiso público del presidente Santos, reiterado en todos los tonos durante estos años.

 

A decir verdad, desde hace un tiempo el mismo Santos redujo la necesidad de la manoseada “refrendación” popular a un simple gesto de cortesía pues, en sus palabras, no está obligado a ello. De suerte que no importa incluso si el plebiscito –de realizarse- se aprueba o se niega. Para suplir esta herramienta, bastante improcedente por cierto, Santos tramita en el Congreso el acto legislativo que le da forma, de cierto modo, a la pretensión de las Farc: el parlamento solo puede aprobar lo que el gobierno le presente (y éste solo propondrá lo que en La Habana se pacte) sin modificar ni una sílaba, entendemos que en materia constitucional; mientras que el presidente queda investido de facultades omnímodas (no hay restricciones temáticas) para expedir decretos con fuerza de ley. Como se puede ver, la distancia no es grande, ni el “punto intermedio” difícil de encontrar.

 

Vamos hacia un holocausto institucional, orquestado en las más altas instancias del Estado. Acabamos de relatar el papel del presidente y del Congreso en la ominosa obra. Ya hemos analizado en el pasado las propuestas del ex Fiscal Montealegre, que en estos días ha precisado con mayor desfachatez, hasta el punto de elevar los acuerdos con las Farc a norma supraconstitucional inmutable e intocable. Para no dejar inconclusa su tétrica labor, a la última hora del último día de sus funciones como fiscal presentó una demanda ante la Corte Constitucional, referida al decreto presidencial que iniciaba las negociaciones con las Farc, pidiendo que el término “acuerdo” con dicha organización se considerara precisamente un “acuerdo especial” como lo contemplan los Convenios de Ginebra en el artículo tercero. Lo que los elevaría supuestamente al nivel de tratados internacionales, de obligatorio cumplimiento por parte del Estado.

 

A toda esa arremetida se acaba de sumar la Corte Constitucional al admitir la demanda de Montealegre. Los más reputados constitucionalistas estiman que ello es un absurdo, empezando porque dicho tribunal desborda sus competencias, ya que el decreto presidencial es un acto administrativo, que cae bajo la órbita del Consejo de Estado. Pero además se constituye en un ultraje y un desafío para la nación colombiana, cuando simultáneamente convoca a los narcoterroristas para que comparezcan ante la Corte a fin de ayudarle a dilucidar la decisión a tomar. De cierto modo, como algunos lo vienen señalando, ese solo paso de la Corte significa ni más ni menos que el reconocimiento de los narcoterroristas como contraparte legítima del Estado, otorgándoles el pretendido carácter de “beligerantes”.

 

La inmensa mayoría del país está indignada. La situación está llegando a un punto de no retorno. Aunque el recatado Humberto de la Calle, jefe de la delegación oficial en Cuba, ha asegurado que es inconveniente por ahora que las Farc comparezcan ante órganos del Estado mientras no se desarmen, y que en La Habana “no se hará una Constitución en la sombra”, porque no tienen poder para ello, reconoce que el tema es objeto de análisis en la Mesa. “Las opiniones de las Farc las recibimos con inmenso respeto en La Habana”, indica, refiriéndose a la “necesidad de garantizar la seguridad jurídica de los acuerdos”. Y aunque advierte que ningún mecanismo de refrendación puede eliminar el pronunciamiento de un etéreo “cuerpo ciudadano”, lo hace basándose en el acuerdo que dio origen a las negociaciones, que solo habla de “refrendación” sin admitir que sea por el conjunto de la población. Poca tranquilidad nos brinda semejantes explicaciones.

 

No puedo sino recordar en este momento el llamamiento valeroso que hiciera Rafael Nieto Loaiza el 20 de septiembre del año pasado, al ser presentado el acto legislativo del “congresito”: “Si semejante monstruo es aprobado, anuncio que me niego a aceptar lo que de ahí salga y me declaro desde ya en resistencia cívica pasiva. ¡Y bienvenida será la cárcel si ello supone defender la verdadera democracia!”. Me atreví en aquel entonces a sugerir un amplio movimiento, no de simple resistencia pasiva, sino de resistencia civil activa, que a través de firmas rechazara la entrega que se urdía en La Habana. Aunque el Centro Democrático llegó a considerar la iniciativa, nunca pasó a concretarla.

 

Es hora de retomar las banderas de lucha, en una escala más alta. Más que “resistencia” civil, necesitamos una rebelión civil. Un régimen que niega a los ciudadanos la capacidad de decidir su destino, para otorgar impunidad y empoderar a la más grande pandilla de criminales de nuestra historia, no les deja a esos ciudadanos opción distinta a rebelarse. Una rebelión civil precisamente para evitar un fatal ciclo de nueva violencia que generaría el oprobio que se nos quiere imponer.

 

Las marchas del 2 de abril abrieron un camino. La movilización, la recolección de firmas, el voto negativo en el plebiscito –si lo hubiere-, un referendo revocatorio del acto legislativo, en fin, todo cabe dentro de la estrategia de derrotar los pactos de entrega de la nación. Dada la envergadura de la titánica tarea, debiera organizarse y coordinarse para no dar tumbos y aprovechar mejor los escasos recursos disponibles. En todo caso lo primero que se necesita es la decisión de las cabezas y la orden de batalla, para que el pueblo se galvanice. Venezuela nos da una lección en ese sentido. Ojalá aquí no sea tarde.