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Santos miente diez veces

A contravía de lo que señalan los más reputados analistas, y de la percepción de los ciudadanos como protagonistas diarios de la actividad económica, hace apenas tres días el diario capitalino La República publicó una columna firmada por el presidente de la república Juan Manuel Santos, con este fantasioso título: “10 razones para creer en la economía colombiana en 2016” (http://www.larepublica.co/10-razones-para-creer-en-la-%07econom%C3%ADa-colombiana-en-2016_339406).

 

Se nota que el decálogo paradisiaco del presidente (empleo; infraestructura; vivienda; Reficar; devaluación; café; campo; EEUU; finanzas públicas; paz) fue escogido a propósito para resaltar algunas variables que pueden aparentar buen comportamiento, aunque sea forzando las cifras, pero escondiendo adrede, sin vergüenza, las más protuberantes y degradadas, que perturban el panorama del año que se inicia.

 

Sería prolijo encarar en esta columna cada una de las abultadas mendacidades del primer mandatario, demasiadas para su corto e insípido libelo. Con mucha autoridad y suficiencia las han abordado sesudos analistas en las últimas semanas. Por ende solo me detendré en los puntos más relevantes, en mi entender, para demostrar las añagazas oficiales.

 

Antes de ocuparme de algunos elementos cruciales que aborda Santos, quiero mencionar a vuelo de pájaro, otros fenómenos protuberantes de la situación interna y mundial que omite y que le restan por entero seriedad y validez a sus pronósticos. Empecemos por la desaceleración de la economía China, que tan negativamente viene impactando los mercados y sobre todo los países subdesarrollados como el nuestro, por el deterioro de los precios de las materias primas, de las cuales son proveedores. Sigamos, en el mismo orden de ideas, con el impacto negativo de la caída de los precios petroleros, que, entre otras secuelas, diezma los recaudos públicos. Incluyamos también el fenómeno del Niño y la imprevisión oficial, que están precipitando al país a un seguro y severo racionamiento energético y de agua así como a una sin par crisis de la producción agropecuaria. Factores que, aunados a muchos otros, han llevado a conocidas firmas especializadas e instituciones bancarias a prever que el crecimiento del PIB para 2016 no alcanzará siquiera la muy pobre tasa del 2015, que casi seguramente estuvo por debajo del 3%. Con un crecimiento tan precario, las previsiones de aumento de empleo, revitalización del campo, y otras fantasías que pregona Santos, no dejan de ser saludos a la bandera.

 

Quiero de todos modos explorar dos de los temas gruesos del decálogo santista: el referido a la devaluación y el de la situación de las finanzas públicas.

 

Sobre la primera hace Santos una reflexión disparatada. Así reconozca que el alza enorme del dólar, dizque hasta un nivel “cercano” a $ 3.000 (a sabiendas de que hace mucho está por encima de este guarismo) “representa desafíos para algunos sectores”, se empecina en presagiar que “va a impulsar la industria, al sector agropecuario y al turismo”, que “los productos colombianos se podrán vender más fácilmente en el exterior” y lograrán competir mejor aquí con los géneros importados. Lo mismo que diría un primíparo de una escuela de economía, recitando las primeras lecciones, aquellas del abc del impacto de la devaluación en un país. Sin embargo oculta la otra mitad de los efectos de la caída del peso, y factores evidentes que anulan el postulado enunciado.

 

Entre los resultados que oculta está el encarecimiento de la deuda pública y privada y por consiguiente los pagos de capital e intereses, en unas circunstancias difíciles pues dicha deuda, sobre todo la pública, ha crecido con desmesura en el último quinquenio. Del mismo modo evade indicar que la coyuntura que vivimos anula los presuntos efectos positivos de la devaluación. De un lado, no propicia el crecimiento de las exportaciones, o al menos de los ingresos aparejados con las mismas, en virtud de que son sobre todo materias primas, con el petróleo a la cabeza, que sufren aguda caída de precios y del volumen de la demanda en el mundo, que anula cualquier supuesto incremento de las entradas por el alza de la divisa. Lograr estimular las llamadas exportaciones “no tradicionales”, es tarea de años, que no se consigue básicamente por vías cambiarias –entre otras cosas por el alto contenido importado de los insumos de la industria y la agricultura nacional- sino con mejoras en la productividad y la competitividad. De hecho, los datos hasta ahora conocidos sobre 2015, desmienten al presidente: mientras el peso perdió casi el 40% de su valor, las exportaciones se redujeron más del 11% en volumen y más del 35% en valor. Para 2016 no hay ningún indicio de que la cosa vaya por otro camino.

 

Tampoco es cierta la tesis –en la situación colombiana, no en la teoría abstracta- de que un dólar más caro es un eficaz elemento proteccionista que favorece a los productores internos y debilita las importaciones. Dadas las dificultades de los nacionales para sustituir rápidamente las mercaderías importadas, la consecuencia más evidente de nuestra coyuntura es que la devaluación no ha producido un descenso siquiera proporcional en las importaciones, que se redujeron en 2015 apenas en alrededor de 15%. De tal suerte, su efecto más patente ha sido el crecimiento de los precios, generando una inflación que se acercó al 7%, casi el doble de las optimistas previsiones oficiales de comienzos de año. De otra parte, se siguió ensanchando la brecha comercial, con un déficit sin parangón en la historia –para usar la recurrente expresión de Santos-, que ya asciende a casi 15.000 millones de dólares, e impactando negativamente la cuenta corriente de la balanza de pagos, cuyo desbalance se acerca al 7% del PIB. Lo que presiona a más endeudamiento, entrando el país en un círculo vicioso, que no augura un desenlace favorable.

 

Del mismo tenor son las elucubraciones de Santos sobre la situación fiscal. Pondera su “manejo responsable”, gracias al cual Colombia ha obtenido “una buena calificación” en los mercados internacionales y dizque sigue atrayendo inversión foránea. Resalta que su administración se haya comprometida en una supuesta “austeridad inteligente”, dizque para reducir “gastos de funcionamiento” y enfocarse en inversión social y de alto impacto económico, como por ejemplo en áreas como infraestructura, educación, salud, ciencia y tecnología (!). Examinemos el tema en orden, invirtiendo la explicación presidencial.

 

Es cierto que el gobierno -de palabra solamente, valga decirlo- se ha comprometido desde hace meses en la tal “austeridad inteligente”. No por ser austero, de manera alguna, ni para sustituir gasto improductivo por productivo: simplemente como una estrategia mediática para enfrentar las severas recriminaciones de la opinión pública, enfurecida por el descomunal déficit fiscal que nos abruma y el derroche desvergonzado del gobierno. El hueco en las finanzas del gobierno central, cifra enigmática que el ministerio de hacienda se empeña en minimizar, alcanza ya, según conocedores en la materia como algunos ex ministros del ramo, una suma superior a los 30 billones de pesos, talvez más del 4% del PIB.

 

Tal desastre no es fortuito. Los defensores del actual mandato se empeñan en ponderar el impacto de factores externos, como la crisis petrolera, que ha erosionado los ingresos fiscales. Se cuidan de explicar que el mismo gobierno desconoció las alertas tempranas que se activaron cuando hace más de una año se empezó a avizorar dicha crisis y actuó en contravía de los más sanos criterios. Continuó gastando a rodo, mantuvo ilusorias metas de ingresos con precios del petróleo por las nubes, y de contera hizo aprobar a las volandas una fatídica reforma tributaria que en más que solventar las deterioradas entradas oficiales, estimulando la inversión, se convirtió en un martillo para golpear a las empresas.

 

Cuando ya el desastre es inocultable y amerita correctivos drásticos, el gobierno recurre a las mismas estrategias caducas. No habrá “austeridad”, ni mucho menos “inteligente”. Por el lado de los ingresos, se empeña en una reforma tributaria que se bautiza como “estructural” para distraer incautos, pero que es netamente fiscalista. Con la variante, frente a la última, de que no se centrará en exprimir a las empresas, por la resistencia férrea que han expresado, sino a los indefensos consumidores a través de incrementos en el IVA, o a quienes devengan ingresos de trabajo. Más fáciles de recaudar, seguramente, pero tan regresivos y recesivos, que pronto pasarán una gruesa cuenta de cobro política y de malestar social contra el gobierno.

 

Del lado del gasto tampoco cabe esperar milagros salvadores. Todos los días se conocen datos y cifras abrumadoras que desmienten su pretendida austeridad y revelan un grotesco espectáculo de despilfarro desenfrenado. Valga el ejemplo de la contratación en pro de la “paz”, por miles y miles de millones en los últimos años, para comparar conciencias a favor del proceso de impunidad que urde Santos. Que no cesará, sino que se multiplicará en 2016, el año crucial para esta patraña.

 

Solo tiene razón Santos en un rubro del gasto que crecerá desmesuradamente: la infraestructura. No tanto para dotar de carreteras de “cuarta generación” el país, como se nos promete, sino para “pavimentar” una candidatura presidencial en ciernes, como todos lo sabemos. Sin embargo, como los recursos públicos son magros, ahí está el patrimonio público que nutra este engendro: la venta de Isagén tiene ese preciso cometido. Fuera de ese propósito, el fomento de la “inversión social” que pregona Santos, brilla por su ausencia. En el momento en que se ha creado un nuevo ministerio, en que la nómina oficial ha tenido en estos años un abultamiento extraordinario, causa hilaridad –o tristeza profunda- el anuncio de que la austeridad se dirige a fomentar la inversión en educación, salud, ciencia y tecnología. Basta mirar la caótica y degradada situación de estos sectores, que todo el mundo conoce, y que no ha cesado de agravarse en el actual mandato, para convencerse de que el personaje que tenemos en el solio de Bolívar es, como lo he dicho en otras ocasiones, un embustero redomado, un mentiroso compulsivo.