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Se asoma la mordaza

Esta semana se conocieron dos noticias realmente inquietantes que ponen en peligro la libertad de expresión en nuestro país. La primera es que la inefable Corte Suprema de Justicia ha confirmado la condena de 18 meses impuesta a un internauta que en el año 2008 escribió en los foros de comentarios del portal de noticias del periódico El País de Cali, que cierta funcionaria pública era una “rata”, y que, supuestamente, había sido despedida de varias entidades por malos manejos administrativos.

 

La otra noticia es que un consagrado biólogo dedicado a la investigación de los anfibios, podría ir también a la cárcel por compartir espontáneamente, por internet, y sin ningún ánimo de lucro, una tesis de grado que encontró en la misma red, elevando este hecho nimio e inocente a la categoría de violación de derechos de autor.

 

Lo primero que debe anotarse es que ambas son cosas que todos los usuarios de las nuevas tecnologías —que cada vez somos más— hacemos todos los días. La mayoría de portales ofrecen la posibilidad de comentar noticias y columnas de opinión y si bien la injuria y la calumnia son delitos penados por la ley, es necesario que la delgada línea divisoria que puede haber entre el aplicar las normas y el imponer la censura, no se cruce.

 

Es obvio que tildar de “rata” a otra persona es una ofensa que debe rectificarse sin dilación, pero la afirmación de que alguien tiene un pasado turbio por corrupción debería tener otro tratamiento pues si simplemente se castigan estos hechos se perdería una importante característica de las sociedades libres como es el derecho a disentir, a dudar, a desconfiar, a suponer… Básicamente, a pensar, a pensar distinto y hasta a pensar de manera equivocada.

 

Es obvio que toda persona tiene derecho a exigir respeto y a que se demuestren las acusaciones en su contra o se retiren en caso de ser meras elucubraciones. Sin duda, el derecho al buen nombre es sagrado. Pero si se va a condenar a cada desconocido que lanza epítetos sin ton ni son, en ese inmenso océano cibernético, terminaríamos simple y llanamente sepultando la libertad de expresión. Es como si hubiera que arrestar a cada aficionado que le mienta la madre al árbitro en los estadios.

 

Hay que distinguir entre la calumnia o la injuria que ejerce un líder de opinión reconocido desde la tribuna de un medio de comunicación, efectuada con premeditación y para causar un daño de manera deliberada, y ese grito sordo de quienes se desahogan escupiendo cualquier cosa que nadie va a leer. De hecho, no puede compararse el efecto de lo que dice un personaje con 100.000 seguidores en Twitter con lo que opina un usuario promedio que tiene 20 o 30 followers.

 

Sin embargo, es más grave acallar a estos últimos, justo cuando las redes sociales se han convertido en un factor que ha ampliado la democracia, en un instrumento que ha empoderado a los ciudadanos y les ha permitido mayor participación en la toma de decisiones sobre aspectos que afectan su destino. No olvidemos su incidencia, por ejemplo, en la llamada ‘primavera árabe’.

 

Hace cinco años escribí una columna (De la opinión al delito, El Tiempo, 09/12/2009) en la que decía que los foros de los medios se habían convertido en cloacas que “han sacrificado la decencia, la inteligencia y hasta el Código Penal en aras de una libertad de pensamiento, opinión y expresión mal entendida”. 

 

Y agregaba que “si los medios colombianos hicieran valer un reglamento similar al de La Nación (de Argentina), la mayoría de los comentarios que hacen los lectores serían rechazados. Ese medio no permite utilizar lenguaje vulgar, discriminatorio u ofensivo; prohíbe todo tipo de ataques personales contra otros usuarios o contra terceros; proscribe los mensajes agraviantes, difamatorios, calumniosos, injuriosos, falsos, discriminatorios, pornográficos, de contenido violento, insultantes, amenazantes, instigantes a conductas de contenido ilícito o peligrosas para la salud, etcétera”.

 

En ese entonces concluí que se trataba de “normas restrictivas que parecen obvias en todas partes menos aquí, donde hay quienes creen que la libertad de expresión otorga licencia para insultar, calumniar y amenazar, lo cual es inaceptable”, y que “tener reglas obliga a los lectores a pensar para ejercer su derecho a opinar con altura e inteligencia, y carecer de ellas provoca caos, anarquía y ofuscación; opiniones lumpenescas que se nivelan por lo bajo, cuya característica primordial es la ausencia de razón”.

 

Hoy sigo creyendo en esas apreciaciones pero hay una diferencia: cada vez son más aterradores los fallos amañados de la Justicia y cada vez son más evidentes y perturbadoras las señales de que estamos tomando el mismo despeñadero que Venezuela y otros vecinos. La mordaza está a la vuelta de la esquina, nos están avisando…