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Secuestro de Alzate y toma de Gorgona

Santos debería aprovechar esta coyuntura para acelerar los diálogos, amarrarse los pantalones y recuperar el liderazgo.

 

Que las Farc sembraran minas en la escuelita de Inzá, poniendo en peligro la vida de los niños, no ameritó la suspensión de los diálogos. Ni que remataran con tiros de gracia a policías heridos. Tampoco, que abrieran fuego contra una ambulancia de la Cruz Roja. El asesinato cobarde de cerca de 20 uniformados un 20 de julio no ameritó, siquiera, una frase presidencial en la instalación del Congreso. Ni el reiterado reclutamiento de niños.

 

Gran error: Santos permitió equiparar el diálogo en medio del conflicto con una franquicia para cometer nuevos crímenes de lesa humanidad. ¿Por qué, entonces, el extraño secuestro del general Alzate desembocó en suspensión de diálogos?

 

Una explicación se ha remitido a aquella desafortunada frase de Santos según la cual solo magnicidios o acciones contra gente muy importante podrían tener efecto en la mesa, como si al señor Presidente le fuera dable establecer, para efectos del derecho a la vida, diferencias entre colombianos de primera y de segunda.

 

También se ha dicho que el secuestro de un general activo, independientemente de que estuviera en pantaloneta, guayabera o camuflado, no tiene antecedentes en la historia. Y se ha dicho que la indignación ciudadana puso a Santos contra la pared, sobre todo después de su imprudente trino que se interpretó como un baldado de agua sucia contra la maltratada Fuerza Pública.

 

Salud Hernández y Ramiro Bejarano, desde orillas muy distintas, en sus columnas aportan buenas luces: “Solo la presión de los militares, que no estaban dispuestos a tragarse tres sapos tamaño catedral, lo forzó a dar el paso”, dice Salud, al tiempo que Bejarano señala: “En esta crisis los primeros pasos que (Santos) dio lo mostraron preso del estamento militar… todo indica que la decisión de suspender los diálogos fue adoptada… en conciliábulo con la cúpula militar…”.

 

Lo cierto es que el secuestro del general disparó un clamor por su liberación asociado, más que con terminar el proceso, con reclamar de Santos y las Farc ajustes inmediatos en la mesa, desescalar el conflicto y concluir rápido con un acuerdo justo y con una paz sostenible. Lo que han señalado Mauricio Vargas y Álvaro Leyva es verdad: el país lleva 32 años de diálogos con las Farc.

 

Hay hastío con la perseverancia terrorista y los excesos verbales. Hay fatiga con la eterna retórica del proceso referida a cuartillas pulidas y páginas acordadas, como si en Cuba estuvieran sin afán dedicados a escribir un libro y no a firmar la paz, o como si fuera una larga tertulia literaria y jurídica en sede Caribe del Caro y Cuervo y no una mesa plenipotenciaria para llegar a un acuerdo.

 

Aunque, como dice Juan Carlos Pastrana, “nadie está liberado hasta que todos estén liberados”, la mediación exitosa de países garantes se interpretó como una oportunidad para introducir correctivos al proceso, para que Santos se amarrara los pantalones y pisara el acelerador.

 

Por eso, más allá de comunicados en los que advirtieron que operativos militares ponen en peligro las liberaciones, resultaron inexplicables la toma de Gorgona y el asesinato del Teniente Suárez. Es como si desde ese tesoro ambiental al que nunca antes habían podido llegar, quisieran borrar muchas ilusiones de paz. Es como si quisieran gritar que los principales enemigos del proceso de paz son ellos mismos, y que seguirán matando, narcotraficando y delinquiendo.

 

Es, en fin, como si quisieran que un buen día, Santos, debilitado y presionado por la opinión pública, los militares y la oposición, se levantara definitivamente de la mesa, los mandara al carajo, quemara los párrafos que tanto pulen en La Habana y los persiguiera en serio, radicalizando la guerra que ellos dicen querer parar.