El escultor y pintor antioqueño, Fernando Botero, es un personaje con originalidad, con autenticidad proveniente de una cultura, no de una raza. De esos quedan pocos y son seres de estirpe. Y no por la pinta, pues siempre está vestido con la elegancia de un señor que le da la vuelta al mundo redondo como las formas de sus creaciones. Lo es por sus palabras, valores y conceptos que expresa con la franqueza paisa que nos caracteriza. Por los gustos en la comida y en los licores, por su respeto a las raíces, por el conocimiento de su pueblo y sus tradiciones. Parco en el hablar, rico en el pintar, Botero tiene pegado al cuerpo una virtud nuestra: la laboriosidad. Una entrevista realizada por Martha Ortiz para El Colombiano, con motivo de la exposición temática de Botero sobre El Circo, dijo: ”Yo descanso poco porque mi placer es el trabajo y me canso mucho descansando”. Lección para los jóvenes de los estratos altos que se dedican a la social-bacanería, un signo de decadencia de las familias que imprimieron la consigna de “La ciudad industrial de Colombia” y que luego sus vástagos abandonaron por un slogan afeminado de vivero ornamental: ”la ciudad de la eterna primavera”, en un país de América donde no existen las estaciones.
Botero inauguró El Circo con sus pinturas de seres bajo las carpas enormes donde circulan los músicos y bailarines, trapecistas descomunales, payasos y contorsionistas. Si reposara unas semanas más en su ciudad natalicia se daría cuenta de que afuera del Metro, en las altas galerías del estado, en las famélicas reuniones de los balances olvidados, en el circuito cerrado alrededor de las mesas de cristal grabadas y decoradas, en los últimos pisos de los edificios públicos o de la “milla de oro” está el otro circo, el circo de los poderes decisorios con sus humoristas y payasos que ignoran lo que fueron los colonizadores que abrieron las selvas de la cordillera central e inventaron los mitos antioqueños. Un circo de clones que en sus delirios del verbo innovar no saben de las letras de Tomás Carraquilla ni los versos del Caratejo Vélez, menos los de Porfirio Barba Jacob. Dijo Botero, a propósito: “No quiero ser patriotero. Pero la realidad antioqueña ha sido la inspiración de casi todo mi trabajo. Creo firmemente en tener raíces”. En esa captación y sentir, Botero está acompañado en nuestra historia de antioqueñidad por Pedro Nel Gómez, el muralista, por Débora Arango y su denuncia de lo falso, por Manuel Mejía Vallejo y sus décimas, por Darío Ruiz y sus cuentos, por los fotógrafos Meliton Rodríguez y Benjamín De la Calle, para señalar algunos que han dejado huellas de su oficio cultural.
Fernando Botero es un buen catador del espirituoso alcohol destilado que viene con distintos nombres y colores. A la terminación de la entrevista citada respondió la pregunta a dónde iría su alma el día funesto de la final partida:” Que mi alma vaya a la tienda de la esquina donde vendan aguardiente”. Y saber que la Fábrica de Licores de Antioquia, la que produce el mejor aguardiente de Colombia, para homenajear al maestro, elaboró y distribuyó el Ron Botero y no el Aguardiente Botero. Les pareció más chic, más clasista, más sofi. Esa es otra lección de autenticidad de Botero, el mejor pintor antioqueño de todos los pintores antioqueños, que no hace parte del circo pobre cuya especial presentación, al público de “la ciudad más educada”, con boletas gratis numeradas, es el gallinazo del diluvio electoral.